“Mons Romero sufrió lo que a un santo moderno no le es extraño: la manipulación de su mensaje, la torcedura de su intención, la tergiversación de su discurso”.
“Lo vimos –dice el Profeta Isaías- y no parecía un hombre, parecía un gusano que se arrastra por la tierra. Deshecho, Varón de Dolores, es la figura del pecado castigado por Dios”. Y Mons Romero agregaba en su homilía del 13 de abril de 1979: “Es la justicia divina que se cobra en la persona amada de su Hijo todo lo que nosotros debemos; para podernos perdonar, a todos, según la justicia divina”. Estaba proclamando la muerte de Cristo como el precio de la nueva alianza. ¿Prefiguraba el celebrante, sin proponérselo, lo que menos de un año después le tocaría como Vicario de Cristo en la tierra? ¿Significaría su martirio el perdón para sus asesinos? No lo sabemos, pero algo queda fuera de toda duda: el “Varón de Dolores” deshecho, cubierto por la sangre que brotaba de su corazón fusilado, vuelto un ovillo en el piso al pie de su altar, era el símbolo de una nueva alianza para su amada tierra salvadoreña, refrendada 25 años después por la Iglesia a la que dedicó su vida y que hoy lo eleva a los altares.
Antes, los santos eran perseguidos por sus creencias y sus prédicas, por sus firmes convicciones y su perenne desafío a lo establecido. En un mundo que practicaba el “ojo por ojo y diente por diente”, privilegiar el amor y el perdón no solo era subversivo sino definitivamente desestabilizador. La humanidad, avanzando en perversión, ha llegado al punto de inventar formas más sofisticadas de martirizar al justo. Mons Romero sufrió lo que a un santo moderno no le es extraño: la manipulación de su mensaje, la torcedura de su intención, la tergiversación de su discurso. Un manoseo escandaloso por parte de las izquierdas del que, por cierto, tampoco escapó la derecha. Pero, así como en la investigación de un crimen la sangre habla y la escena completa la historia, el milimétrico seguimiento de la vida, obra y palabras, sílaba a sílaba del nuevo Beato, consignaron un hermoso testimonio firmemente apegado al Evangelio de Cristo. Mons Romero, aún después de muerto, esquivó el manotazo arrogante y mezquino de las babosas ideologías.
Mons Romero y quienes lo acompañaron en su ministerio vivieron en uno de los países más golpeados por la violencia y la injusticia en nuestra América Latina. Centroamérica fue escenario de guerras civiles y dictaduras militares agobiantes. El Salvador, su patria, estaba bajo la bota represora de los gobiernos de Arturo Armando Molina (1972-1977) y de Carlos Humberto Romero (1977-1979). Esa década atribulada y tormentosa, aún remecida en medios eclesiales por las telúricas ondas del Concilio Vaticano II, fue pasto para que ideas, que algunos resumen en la llamada “Teología de la Liberación”, incendiaran praderas. Era perfectamente posible, en medio de aquella turbulencia, que se confundiera pueblo con Iglesia, defensa de los pobres y excluidos con el Manifiesto Comunista, la crítica a la represión desde los púlpitos con banderas de tono rojizo…y, en el paroxismo extremista, hasta al pastor con cualquier teólogo díscolo.
Con toda seguridad, entre quienes integraban las comisiones de vigilancia y defensa de los derechos humanos, que asistían a Mons Romero para sustanciar las denuncias, los había inflamados de teología de la liberación y barnizado su espíritu del discurso izquierdista, territorio insospechable de contubernio alguno con quienes gobernaban al pueblo salvadoreño. En ese cuadro, era difícil imaginar que Mons Romero, mucho tiempo atrás, había visto con ojo crítico las atrevidas aperturas del Concilio Vaticano II y se le contaba entre los prelados más conservadores de su país, por lo cual, sectores afines de la sociedad salvadoreña respaldaron sin esguinces y saludaron entusiastas su elevación al obispado.
El Salvador, estremecido por la represión y la violencia, comenzó a ser escenario de asesinatos de sacerdotes y humildes parroquianos lo cual, definitivamente, puso en marcha el mecanismo más eficaz con que cuenta la Iglesia: ser “la voz de los sin voz”. Los púlpitos hacían de trincheras desde donde se proclamaba la verdad. Una tarea irrenunciable cuando está en juego la dignidad de la persona humana, imagen y semejanza de Dios. La historia ha sido testigo de que ni el martirio impide que las mentes preclaras de la Iglesia, especialmente las almas consagradas, den un paso al frente y cumplan su deber. Eso hizo Mons Romero, cual moderno Becket. Subía la parada al régimen y sus embates repicaban en todos los rincones del país. A medida que la violencia ganaba espacios, su prédica se los arrebataba en el alma de los salvadoreños. Era un verdadero vendaval sin disparar un tiro. Entre amenazas, Mons Romero no retiraba el dedo del renglón, poniendo el acento en la libertad, la justicia y el respeto a los derechos humanos, a sabiendas de que otra poderosa maquinaria era convenientemente aceitada en su contra: los grupos político-militares, cuya seguridad parecían traspasar los sermones del prelado como espadas hirvientes.
Comenzó una dura represión contra la Iglesia. Mons Romero tuvo que recomendar a su propia familia que no lo frecuentara y que lo negara si era preciso para salvar sus vidas. Una de sus sobrinas hizo el relato en reciente entrevista para un medio europeo: “Un día nos allanaron con gran violencia, tuvimos que negarlo. Teníamos el mismo apellido. Aseguramos que éramos familia del Romero presidente. Aún lloro por eso”.
El Salvador vivía, en el año 1970, un ambiente de preguerra civil. Estalló en 1979 y se extendió hasta 1993. El 12 de marzo de 1977, el sacerdote jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares, es asesinado en la carretera a El Paisnal junto con dos campesinos. Cuentan que este episodio decidió la definitiva aplicación de Mons Romero a la lucha frontal. El hecho fue atribuido a un escuadrón de la muerte. El arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, condenó el crimen y convocó a una misa única que se celebró el 20 de marzo de 1977, en la Plaza Barrios de San Salvador, como protesta ante el asesinato del jesuita. Asistió la cuarta parte de la población, más de 100 mil personas. Una capacidad de convocatoria extremadamente peligrosa para un gobierno militar, de fama cruel y despótica.
La paranoia era total. Se llegaría a extremos en que un coronel, jefe de destacamento, ordenó a su tropa tomar la pequeña iglesia de un poblado de El Salvador y traerle a su despacho la imagen de San Antonio. Según el relato, “los soldados cumplieron la misión, llevaron la imagen al puesto de mando y esta permaneció secuestrada en el cuartel. El coronel acusaba a San Antonio de colaborar con la guerrilla, estaba convencido que este santo prevenía a los insurgentes de los operativos militares que lanzaban sus tropas. Se desconoce si el coronel intentó torturar la imagen para obtener información o exigirle algún milagro, pero la historia es totalmente verídica. Ocurrió en el departamento de Morazán durante la guerra civil de El Salvador en los años 80”. He ahí la sangrienta comiquita, insertada en la historia real.
Joaquín Villalobos, quien fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales, escribió hace pocos días: “Los guerrilleros no éramos solución de nada, fuimos simplemente síntomas de un país políticamente enfermo. Fueron las barbaridades del régimen las que nos multiplicaron. Matando a Romero quisieron detener una rebelión y la provocaron. Matando a los seis jesuitas pretendieron evitar una negociación y la desataron. No extraña que ahora la beatificación de Romero los desconcierte y enfurezca; el anterior alcalde de San Salvador, del partido de la derecha, cambió el nombre de San Antonio a una calle capitalina por el de Roberto D’Aubuisson, reconocido como el asesino del arzobispo. Queda la duda de si escogió esa calle porque continúan pensando que San Antonio era colaborador de la guerrilla”.
Mons Romero es asesinado en 1980 y sobran las voces que se alzan para atestiguar que el obispo era el dique que contenía el enfrentamiento, lo cual parece confirmar el hecho de que el conflicto se desatara inmediatamente después de su desaparición de la escena.
Un buen día, monseñor clamó desde el púlpito: “¡En nombre de Dios y de este pueblo sufrido les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cesen la represión!”. Palabras que sellaron su destino. Fueron pronunciadas el domingo 23 de marzo de 1980. Sería su última homilía. Al día siguiente, exactamente a las 6:25 pm, un francotirador disparó acertandole justo al corazón. Fue en plena Misa, en el momento de preparar la ofrenda para recibir el Cuerpo de Cristo… y era su propia vida la que estaba ofreciendo. Años después, la Comisión de la Verdad para El Salvador, instituida por la ONU con el fin de investigar los desmanes, acusó como autor intelectual del crimen al mayor Roberto D’Aubuisson, fundador del partido derechista Arena, señalado igualmente de dirigir los temibles escuadrones de la muerte.
Los partidarios de la guerra y del exterminio tenían vía libre. Habían apagado “la voz de los sin voz”. Lo demás, es historia registrada en cifras. La guerra civil de El Salvador es un caso clásico de conflicto provocado por un poder oligárquico autoritario. En este país, el anticomunismo adquirió características de enfermedad mental. A partir de noviembre de 1979, más de 600 personas eran asesinadas mensualmente; los escuadrones de la muerte, policías o militares decapitaban y descuartizaban. Murieron 75 mil personas, 80% de ellas civiles. Por evitar ese drama, ese gran dolor a su pueblo, luchó y murió Mons Oscar Arnulfo Romero. Ese fue su empeño, como pastor y como salvadoreño.
Los amigos del manoseo le inventaron una frase, en su fantasía, pensando que podrían capitalizar su legado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Jamás lo dijo.Roberto Morozzo della Roca, investigador italiano, realizó una detallada indagación sobre la vida de Mons. Romero -la cual fue incluida dentro del proceso de beatificación- y asegura que la frase es apócrifa. Maniobras semejantes mantienen la figura de monseñor Romero moviéndose entre el mito y la realidad, “entre la caricatura y la historia”, hasta que uno se aproxima a la lectura detenida de sus homilías. Federico Hernández Aguilar, poeta, ex ministro de cultura, ex diputado y actual director ejecutivo de la Cámara de Comercio de El Salvador confiesa que cuando comenzó a estudiar los documentos biográficos de Mons. Romero, se percató: “Yo no tenía un retrato sino una caricatura de Mons. Romero. Y eso creo que es lo que le ha pasado durante los últimos 35 años a los salvadoreños. Luego de su asesinato, él comienza a ser muy manipulado, sobre todo por la izquierda más radical del país, lo cual también pesó en contra de su imagen para muchos salvadoreños. Somos hijos de una guerra civil que polarizó el país y todavía lo mantiene bastante polarizado”.
Mons. Romero encarnaba un llamamiento evangélico, el llamado de Jesús para cuidar de los pobres, para velar por los demás. Como el Papa Francisco, seguramente respondería a sus detractores: “No es comunismo, es Evangelio”. No solamente criticó la violencia de parte del ejército. De la misma manera fustigó la violencia que en aquel momento comenzaba a practicar la guerrilla. Fue tajante en su homilía del 22 de abril de 1979: “La Iglesia no puede renunciar a su misión evangelizadora que lleva, si es genuina y auténtica, a la defensa de los derechos humanos, a la liberación de todas las esclavitudes, especialmente la del pecado. Sin embargo –fíjense bien en esto- jamás aceptará la Iglesia hipoteca alguna con ideologías o métodos que utilizan la lucha de clases, el engaño y el terrorismo, para conseguir sus fines”. Acudir directo a la fuente ayudará a que algunos no terminen en asesinos de su mensaje como otros lo fueron de su persona.
Por no saber, muchos ignorarán, por ejemplo, que Mons Romero cultivó un profundo afecto por el Opus Dei. Tuvo encuentros en Roma con su fundador, hoy San Josemaría Escrivá. En 1975, tras su muerte, uno de los primeros obispos del mundo que escribió al Papa solicitando su beatificación fue precisamente Mons. Romero. Luego, con quien le siguió a cargo del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, ahora Beato también, desarrolló una correspondencia muy amistosa.
Mons Romero alentaba así a los feligreses el 18 de febrero de 1979: “No existe gesto más sublime que el perdón. Quien no sabe perdonar, no será perdonado”. En consecuencia, Mons Romero habría perdonado en el instante mismo en que cayó. Tal vez haya tenido tiempo, sino de pronunciar, sí de pensar las difíciles palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
El hijo de D’Aubuisson estaba entre el casi medio millón de fieles que abarrotaban la plazaEl Salvador del Mundo, donde se celebró el acto de Beatificación. Gravitaba sobre esa multitud variopinta, reconciliada en sus diferencias al menos en ese momento sublime, la exhortación constante de Mons Romero: “No existe palabra más fuerte que AMOR en el diccionario cristiano. Si no creemos en el amor, tampoco creemos en aquél que dice: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Mons Romero sigue sorprendiendo: “…Yo he recibido en esta semana acusaciones de los dos extremos: de la extrema derecha, porque soy comunista; y de la extrema izquierda, porque ya me estoy haciendo de derecha, yo no estoy ni con la derecha ni con la izquierda, estoy tratando de ser fiel a la palabra que el Señor me manda predicar, al mensaje que no se puede alterar, al que a unos y a otros les dice lo bueno que hacen y las injusticias que cometen…” (1979). Nada de eso fue Mons Oscar Romero. Fue, sí, un pastor lleno de compasión por su pueblo, un predicador precedido por la autenticidad de su ejemplo, un “Varón de Dolores” que terminó en el corazón de los que sufren como “San Romero de América”.–
No hay comentarios:
Publicar un comentario